El tráfico aéreo resultaba especialmente intenso aquella mañana. En la sala de embarque, una multitud de pasajeros se amontonaban entre maletas y filas interminables esperando subir al avión que les llevaría a sus tan ansiadas vacaciones.
Era el primer día del mes más caliente del año y la fecha en la que gran parte de la población decidía marcharse lejos, aunque solo fuera por una o dos semanas, para disfrutar de esos días de relax y ocio que sus apretadas agendas les negaban el resto del año.
Desde las cristaleras de la sala de embarque, se podían ver las pistas de despegue y aterrizaje. Algunos niños observaban embobados como aquellos aviones comenzaban a tomar velocidad hasta de que de repente, como por arte de magia, o por la fuerza de un pequeño empujón que algún dios les brindaba, se separaban del suelo y comenzaban a volar en dirección a las nubes hasta convertirse en minúsculas manchas en el cielo que no tardaban demasiado en desaparecer.
En las pistas, trabajadores del aeropuerto se esmeraban en llevar y traer pasajeros, subir y bajar maletas, colocar escaleras y multitud de tareas que bajo el sol de mediodía se tornaban en una autentica pesadilla. El sudor que resbalaba por sus rostros contrastaba con el ligero fresquito del aire acondicionado que disfrutaban los pasajeros mientras esperaban en la sala a que la puerta de embarque a su avión se abriese y pudieran cruzarla y olvidar - o más bien, aparcar - sus preocupaciones del resto del año.
Había más de una pareja que aguardaban impacientes el comienzo de su luna de miel seguramente con destino hacia algún país exótico. Había varias familias con niños pequeños y revoltosos, algún que otro gran grupo de amigos…
Mario era el único que esperaba en soledad, pensativo, sin hacer mucho caso al alboroto que le rodeaba. Acababa de despedirse de su familia y de algunos amigos que habían aparecido por sorpresa en el aeropuerto. Incluso Ana había aparecido al final a decirle adiós y desearle suerte. No había esperado su presencia aquella mañana en el aeropuerto, de hecho, se sorprendió bastante cuando la vio aparecer con aquel vestido rojo y negro que él mismo le regalara un año atrás y con un libro en la mano, un libro de regalo de despedida. “Para que no te aburras” le dijo al mismo tiempo que le abrazaba, “bueno, y para que te acuerdes también un poquito de mí cada vez que lo leas”.
Apenas unos metros antes del control policial se había despedido de sus padres y sus hermanos. Les había informado de su idea de hacer ese viaje hacia ya casi ocho meses, por lo que habían tenido tiempo de sobra para hacerse a la idea, aún así el momento de la despedida fue bastante complicado, sobre todo para su madre que no pudo reprimirse y rompió a llorar al tiempo que le abrazaba como si el mayor de sus hijos emprendiera rumbo a una guerra y sospechara que jamás fuera a volver a verle. Mario, que era poco amigo de sentimentalismos, en seguida se deshizo del abrazo intentando calmar a su madre diciéndola por enésima vez que no le iba a pasar nada, que no era peligroso y que un año pasa volando. “cuando quieras darte cuenta mama, ya estaréis aquí en el aeropuerto otra vez, para darme la bienvenida, anda, venga, que no es para tanto”
Su padre que, al igual que Mario, era poco amigo de sentimentalismos se limito a unas palmadas en el hombro de su hijo y a un efímero abrazo que apenas duró un par de segundos. - Ten cuidado y pásalo bien hijo - sí, papa, tranquilo, lo haré -.
Mario estaba deseando terminar de una vez con las despedidas y cruzar el control para esperar ya en calma y soledad a que llegase la hora del despegue. Le apetecía sentarse y deleitarse pensando en lo que le esperaba los próximos doce meses. Una idea que le había rondado durante muchos años y que por fin había tenido el coraje de hacer realidad.
Ana fue la última en despedirse. Quizá por respeto a todos los años que habían sido pareja o a su reciente ruptura, o quizá por puro instinto, los padres y amigos de Mario se giraron hacia otro lado y caminaron unos pasos hacia atrás para darles esa intimidad que requería aquella despedida. Mario había intentado evitar precisamente eso, él ya tenía la cabeza en su destino y le incomodaba encontrarse a solas con Ana, de hecho, la había estado evitando las últimas semanas. Ella no había superado su ruptura y la mayor parte de sus últimas conversaciones habían terminado con un “¿por qué?” en los labios de ella. Aquella mañana en el aeropuerto, Ana era consciente de la situación y no buscó reproches, se limitó a darle un abrazo y desearle suerte.
Cuando cruzó el control policial y perdió de vista a sus seres queridos, sintió algo de pena al ver sus rostros por última vez para una larga temporada, sin embargo un sentimiento de excitación le embargó al pensar en lo que le esperaba, aún no había salido de Barajas pero la aventura comenzaba por fin.
Un aeropuerto es siempre una suerte de limbo, una abrupta transición entre dos mundos, el inicio de un largo viaje ajeno en esencia a la propia naturaleza humana, en ocasiones a través del espacio, y en ocasiones a través del tiempo. El atajo más solicitado entre dos paisajes a menudo opuestos. Nada tiene que ver con una terminal de trenes o de autobuses, allí la dimensión espacio-tiempo sí mantiene aún su cordura, en el aeropuerto jamás la tuvo. Un lugar donde se mezclan ilusión y tristeza, entre el adiós y la bienvenida. Un aura mágica lo envuelve y nos hace creernos libres. Como en esas cajas donde los magos introducen un conejo y al abrirla, ha desaparecido y el conejo puede estar en cualquier lugar del escenario, en un aeropuerto nosotros nos convertimos en ese conejillo al introducirnos en el avión y aparecer poco después en cualquier otro lugar del escenario. Pisar suelo firme por última vez en nuestro hogar para volver a pisarlo de nuevo en un lugar extraño y lejano. La espera en el aeropuerto se transforma a menudo en esa especie de limbo que nos va preparando para lo que ha de llegar. Un lugar sin nombre ni nacionalidad alguna, o quizá sí, pero tan solo porque un convenio lo quiso así. Las salas de espera en los aeropuertos no pertenecen en realidad a sus ciudades, sino a los viajes que enlazan, a las aventuras que inician su transformación entre esas cuatro paredes, a la libertad agazapada que espera al fin ser reencontrada.
Se encontraba solo y ensimismado en la sala de embarque cuando anunciaron por megafonía que el vuelo 3245 de Alitalia con destino Milán estaba ya listo para el embarque. Se organizó un gran revuelo en apenas unos segundos y cuando Mario llegó a la fila sin ninguna prisa, se había quedado el último para embarcar, lo cual le produjo una sonrisa más que una preocupación, no entendía todas esas prisas de aquella gente, las plazas estaban todas numeradas y el avión no saldría hasta que el último pasajero estuviera sentado y con su cinturón de seguridad bien abrochado.
Lo cierto es que Mario era un tipo muy corriente, nunca solía llamar la atención, ni para bien ni para mal. No era ni mucho menos de esas personas que les encanta destacar en cualquier situación y ser el centro de miradas y admiraciones. Más bien todo lo contrario. Tenía una estatura media, llevaba el pelo siempre muy cortito, casi rapado, y le gustaba vestir ropas oscuras. Siempre había sido un buen estudiante y nunca había causado problemas en casa. Cuando acabó el COU y la selectividad, podría haber elegido la carrera que hubiera querido ya que su nota final estaba muy por encima de la media. Eligió finalmente estudiar Filología Hispánica lo cual llevo a sus padres a la desesperación. Que si no vas a encontrar trabajo, que si eso no tiene salida, y esas típicas frases con que suelen obsequiar muchos padres a sus hijos cuando no se encauzan por donde ellos creen que deberían hacerlo, cuando no se encaminan por el sendero correcto para conseguir ser personas de provecho con un buen trabajo y un porvenir asegurado donde no falte una casa grande, un buen coche, hijos, nietos, perro y a ser posible también un buen lavavajillas.
Al terminar Filología Hispánica, la cual por cierto le supuso muchas satisfacciones personales, como ya le habían vaticinado sus padres, su trabajo se resumía principalmente en cada tres meses ir hasta la oficina del Inem más cercana para sellar su tarjeta del paro. Quizá por eso se decidió a opositar para un puesto de administrativo, que aunque no le entusiasmaba, al menos le daría la tranquilidad de un sueldo fijo y un buen horario para dedicar su tiempo libre a su gran pasión: la fotografía. Bueno perdón, a sus dos grandes pasiones: la fotografía y su novia, Ana.
Como cabía esperar de un estudiante sobresaliente, no le costó demasiado sacarse la oposición y en la primera convocatoria ya obtuvo la plaza. Tan solo unos pocos años entre papeles, ordenadores, archivadores, teléfonos y faxes le sirvieron para darse cuenta que aquello no era lo suyo, que quizá tendría una vida cómoda con aquel trabajo, pero no satisfactoria, eso lo tenía muy claro. Lo que no tenía tan claro era el qué le podría proporcionar esa satisfacción que necesitaba en su vida. Por eso, quizá tomó una decisión que marcaría el resto de su vida. Decidió pedir un año de excedencia y realizar un viaje que hacía ya tiempo, quizá desde siempre, le rondaba la cabeza y que siempre lo había considerado como algo utópico sin pararse a pensar que lo único que le separaba de realizar ese viaje era simplemente eso: querer hacerlo.
El vuelo a Milán fue rápido y cómodo. Incluso le dio tiempo a echar una pequeña cabezadita. En la ciudad italiana tendría que esperar un par de horas hasta tomar por fin el avión que le llevaría a su destino final: la República de Ghana.