CAPITULO 1


El tráfico aéreo resultaba especialmente intenso aquella mañana. En la sala de embarque, una multitud de pasajeros se amontonaban entre maletas y filas interminables esperando subir al avión que les llevaría a sus tan ansiadas vacaciones.
Era el primer día del mes más caliente del año y la fecha en la que gran parte de la población decidía marcharse lejos, aunque solo fuera por una o dos semanas, para disfrutar de esos días de relax y ocio que sus apretadas agendas les negaban el resto del año.
Desde las cristaleras de la sala de embarque, se podían ver las pistas de despegue y aterrizaje. Algunos niños observaban embobados como aquellos aviones comenzaban a tomar velocidad hasta de que de repente, como por arte de magia, o por la fuerza de un pequeño empujón que algún dios les brindaba, se separaban del suelo y comenzaban a volar en dirección a las nubes hasta convertirse en minúsculas manchas en el cielo que no tardaban demasiado en desaparecer.
En las pistas, trabajadores del aeropuerto se esmeraban en llevar y traer pasajeros, subir y bajar maletas, colocar escaleras y multitud de tareas que bajo el sol de mediodía se tornaban en una autentica pesadilla. El sudor que resbalaba por sus rostros contrastaba con el ligero fresquito del aire acondicionado que disfrutaban los pasajeros mientras esperaban en la sala a que la puerta de embarque a su avión se abriese y pudieran cruzarla y olvidar - o más bien, aparcar - sus preocupaciones del resto del año.
Había más de una pareja que aguardaban impacientes el comienzo de su luna de miel seguramente con destino hacia algún país exótico. Había varias familias con niños pequeños y revoltosos, algún que otro gran grupo de amigos…
Mario era el único que esperaba en soledad, pensativo, sin hacer mucho caso al alboroto que le rodeaba. Acababa de despedirse de su familia y de algunos amigos que habían aparecido por sorpresa en el aeropuerto. Incluso Ana había aparecido al final a decirle adiós y desearle suerte. No había esperado su presencia aquella mañana en el aeropuerto, de hecho, se sorprendió bastante cuando la vio aparecer con aquel vestido rojo y negro que él mismo le regalara un año atrás y con un libro en la mano, un libro de regalo de despedida. “Para que no te aburras” le dijo al mismo tiempo que le abrazaba, “bueno, y para que te acuerdes también un poquito de mí cada vez que lo leas”.
Apenas unos metros antes del control policial se había despedido de sus padres y sus hermanos. Les había informado de su idea de hacer ese viaje hacia ya casi ocho meses, por lo que habían tenido tiempo de sobra para hacerse a la idea, aún así el momento de la despedida fue bastante complicado, sobre todo para su madre que no pudo reprimirse y rompió a llorar al tiempo que le abrazaba como si el mayor de sus hijos emprendiera rumbo a una guerra y sospechara que jamás fuera a volver a verle. Mario, que era poco amigo de sentimentalismos, en seguida se deshizo del abrazo intentando calmar a su madre diciéndola por enésima vez que no le iba a pasar nada, que no era peligroso y que un año pasa volando. “cuando quieras darte cuenta mama, ya estaréis aquí en el aeropuerto otra vez, para darme la bienvenida, anda, venga, que no es para tanto”
Su padre que, al igual que Mario, era poco amigo de sentimentalismos se limito a unas palmadas en el hombro de su hijo y a un efímero abrazo que apenas duró un par de segundos. - Ten cuidado y pásalo bien hijo - sí, papa, tranquilo, lo haré -.
Mario estaba deseando terminar de una vez con las despedidas y cruzar el control para esperar ya en calma y soledad a que llegase la hora del despegue. Le apetecía sentarse y deleitarse pensando en lo que le esperaba los próximos doce meses. Una idea que le había rondado durante muchos años y que por fin había tenido el coraje de hacer realidad.
Ana fue la última en despedirse. Quizá por respeto a todos los años que habían sido pareja o a su reciente ruptura, o quizá por puro instinto, los padres y amigos de Mario se giraron hacia otro lado y caminaron unos pasos hacia atrás para darles esa intimidad que requería aquella despedida. Mario había intentado evitar precisamente eso, él ya tenía la cabeza en su destino y le incomodaba encontrarse a solas con Ana, de hecho, la había estado evitando las últimas semanas. Ella no había superado su ruptura y la mayor parte de sus últimas conversaciones habían terminado con un “¿por qué?” en los labios de ella. Aquella mañana en el aeropuerto, Ana era consciente de la situación y no buscó reproches, se limitó a darle un abrazo y desearle suerte.
Cuando cruzó el control policial y perdió de vista a sus seres queridos, sintió algo de pena al ver sus rostros por última vez para una larga temporada, sin embargo un sentimiento de excitación le embargó al pensar en lo que le esperaba, aún no había salido de Barajas pero la aventura comenzaba por fin.
Un aeropuerto es siempre una suerte de limbo, una abrupta transición entre dos mundos, el inicio de un largo viaje ajeno en esencia a la propia naturaleza humana, en ocasiones a través del espacio, y en ocasiones a través del tiempo. El atajo más solicitado entre dos paisajes a menudo opuestos. Nada tiene que ver con una terminal de trenes o de autobuses, allí la dimensión espacio-tiempo sí mantiene aún su cordura, en el aeropuerto jamás la tuvo. Un lugar donde se mezclan ilusión y tristeza, entre el adiós y la bienvenida. Un aura mágica lo envuelve y nos hace creernos libres. Como en esas cajas donde los magos introducen un conejo y al abrirla, ha desaparecido y el conejo puede estar en cualquier lugar del escenario, en un aeropuerto nosotros nos convertimos en ese conejillo al introducirnos en el avión y aparecer poco después en cualquier otro lugar del escenario. Pisar suelo firme por última vez en nuestro hogar para volver a pisarlo de nuevo en un lugar extraño y lejano. La espera en el aeropuerto se transforma a menudo en esa especie de limbo que nos va preparando para lo que ha de llegar. Un lugar sin nombre ni nacionalidad alguna, o quizá sí, pero tan solo porque un convenio lo quiso así. Las salas de espera en los aeropuertos no pertenecen en realidad a sus ciudades, sino a los viajes que enlazan, a las aventuras que inician su transformación entre esas cuatro paredes, a la libertad agazapada que espera al fin ser reencontrada.  
Se encontraba solo y ensimismado en la sala de embarque cuando anunciaron por megafonía que el vuelo 3245 de Alitalia con destino Milán estaba ya listo para el embarque. Se organizó un gran revuelo en apenas unos segundos y cuando Mario llegó a la fila sin ninguna prisa, se había quedado el último para embarcar, lo cual le produjo una sonrisa más que una preocupación, no entendía todas esas prisas de aquella gente, las plazas estaban todas numeradas y el avión no saldría hasta que el último pasajero estuviera sentado y con su cinturón de seguridad bien abrochado.
Lo cierto es que Mario era un tipo muy corriente, nunca solía llamar la atención, ni para bien ni para mal. No era ni mucho menos de esas personas que les encanta destacar en cualquier situación y ser el centro de miradas y admiraciones. Más bien todo lo contrario. Tenía una estatura media, llevaba el pelo siempre muy cortito, casi rapado, y le gustaba vestir ropas oscuras. Siempre había sido un buen estudiante y nunca había causado problemas en casa. Cuando acabó el COU y la selectividad, podría haber elegido la carrera que hubiera querido ya que su nota final estaba muy por encima de la media. Eligió finalmente estudiar Filología Hispánica lo cual llevo a sus padres a la desesperación. Que si no vas a encontrar trabajo, que si eso no tiene salida, y esas típicas frases con que suelen obsequiar muchos padres a sus hijos cuando no se encauzan por donde ellos creen que deberían hacerlo, cuando no se encaminan por el sendero correcto para conseguir ser personas de provecho con un buen trabajo y un porvenir asegurado donde no falte una casa grande, un buen coche, hijos, nietos, perro y a ser posible también un buen lavavajillas.
Al terminar Filología Hispánica, la cual por cierto le supuso muchas satisfacciones personales, como ya le habían vaticinado sus padres, su trabajo se resumía principalmente en cada tres meses ir hasta la oficina del Inem más cercana para sellar su tarjeta del paro. Quizá por eso se decidió a opositar para un puesto de administrativo, que aunque no le entusiasmaba, al menos le daría la tranquilidad de un sueldo fijo y un buen horario para dedicar su tiempo libre a su gran pasión: la fotografía. Bueno perdón, a sus dos grandes pasiones: la fotografía y su novia, Ana.
Como cabía esperar de un estudiante sobresaliente, no le costó demasiado sacarse la oposición y en la primera convocatoria ya obtuvo la plaza. Tan solo unos pocos años entre papeles, ordenadores, archivadores, teléfonos y faxes le sirvieron para darse cuenta que aquello no era lo suyo, que quizá tendría una vida cómoda con aquel trabajo, pero no satisfactoria, eso lo tenía muy claro. Lo que no tenía tan claro era el qué le podría proporcionar esa satisfacción que necesitaba en su vida. Por eso, quizá tomó una decisión que marcaría el resto de su vida. Decidió pedir un año de excedencia y realizar un viaje que hacía ya tiempo, quizá desde siempre, le rondaba la cabeza y que siempre lo había considerado como algo utópico sin pararse a pensar que lo único que le separaba de realizar ese viaje era simplemente eso: querer hacerlo.
El vuelo a Milán fue rápido y cómodo. Incluso le dio tiempo a echar una pequeña cabezadita. En la ciudad italiana tendría que esperar un par de horas hasta tomar por fin el avión que le llevaría a su destino final: la República de Ghana.

CAPITULO 2


La temperatura había bajado algo más de lo habitual. La brisa del mar entraba helada hacia el interior y el calor del día había dejado paso al frio de la noche. La playa estaba desierta, el aire silbaba con sutileza, de un modo casi imperceptible. Los arbustos que se arremolinaban casi hasta el mar se movían ligeramente al ritmo del viento que les azotaba, eran casi setenta los rostros que esperaban escondidos entre sus ramas.
Tres personas inspeccionaban la playa y los alrededores. Todo debía salir bien, todo debía estar dispuesto para poder embarcar y alejarse de la costa sin encontrarse con la desagradable sorpresa de un barco de las patrullas costeras.
El pueblo más cercano se hallaba a varios kilómetros y hasta aquella playa no había llegado aún el turismo ni los hoteles y urbanizaciones que suele por desgracia conllevar. La ausencia de toda edificación humana en los alrededores le confería un aspecto aún más salvaje, más idílico. La rodeaban por algunos lados altas paredes rocosas, pequeños acantilados que custodiaban a su antojo sus arenas. Entre los huecos que dejaban abiertos, la arena se mezclaba con arbustos y piedras, fundiéndose la playa con la tierra firme del interior.
Los casi setenta pasajeros que estaban a punto de iniciar el crucero más emocionante de sus vidas estaban muy asustados. Algunos agachados en cuclillas y otros tumbados sobre la tierra aguardaban la señal que les indicara que podían levantarse y correr en silencio hacia aquel barco que les transportaría al paraíso con el que soñaban desde hacía años. Tumbada también sobre la arena y rezando en voz muy baja, apenas perceptible, se encontraba Sarah, una chica joven de Togo que acababa de quedarse embarazada hacia tan solo cuatro meses. No tenía más dinero, ni para permanecer en Marruecos y esperar a dar a luz y que el niño creciera, ni para volver a su casa junto a su familia, aquel viaje y la esperanza de encontrar a su hermana al otro lado del mar eran su única opción. Otras mujeres esperaban impacientes junto a sus hijos que en la mayoría de los casos no contaban ni con dos años de edad. Casi todos los demás eran chicos jóvenes, de poco más de veinte años, que habían arriesgado lo poco que tenían con la convicción de que en Europa encontrarían un trabajo con el que poder mantenerse ellos mismos y a sus familias. Yeboah era uno de ellos.
La luna les observaba desde lo alto, curiosa y sin comprender lo que estaba sucediendo. Muchas noches observaba escenas similares en las costas de Marruecos, Mauritania o Senegal, pero seguía sin comprender que es lo que ocurría. Desde su privilegiada posición en las alturas, podía observar como cientos, miles de personas subían a aquellas barcas inmensas, como se hacinaban en su interior y se introducían en las aguas hambrientas que tantas veces los devoraban. Observaba, año tras año, como muchas de aquellas barcas desaparecían en mitad de la noche, o como algunas otras llegaban a su destino, cargadas de esqueletos vivientes o incluso cadáveres en algunas ocasiones. No comprendía.
En aquellos tensos momentos, Yeboah sólo podía pensar en su madre. Rezaba suplicando que algún día pudiera volver a verla y que las penurias del pasado se olvidaran con las riquezas que encontraría en España.
Había vivido siempre en Larabanga, un pequeño pueblo del norte de Ghana, junto a sus hermanos y sus progenitores. Su padre murió cuando Yeboah sólo tenía diez años a causa de los efectos que el sida y la malaria habían causado en su ya debilitado organismo. Yeboah era el segundo de siete hermanos y ya desde pequeño le tocó trabajar duro para sacar adelante a su familia. Su madre había tenido un problema de niña al romperse una pierna que no pudieron tratar adecuadamente lo que le causó una cojera crónica y la imposibilidad de realizar determinados trabajos físicos. Aún así, todos los días recorría grandes distancias para ir al pozo comunitario a por agua, cocinaba para sus hijos y se encargaba de todo lo que su pierna le permitía.
Yeboah y su hermano mayor, Fred, pronto empezaron a trabajar en un motel cercano al pueblo. Larabanga estaba situada a la entrada del parque nacional del Mole, el lugar más turístico del país. En él se realizaban safaris diarios para ver elefantes, antílopes, cocodrilos, monos… en el parque también vivían leones y leopardos pero no se dejaban ver fácilmente. Yeboah y Fred habían trabajado allí desde que muriera su padre gracias a la amistad que les unía con el gerente del motel. Lo cierto es que habían sido afortunados porque pocos niños conseguían un trabajo remunerado como aquel. Se encargaban un poco de limpieza, recados, fregar platos, etc. y gracias a ello podían colaborar en la manutención de su familia.
A lo largo de los años, Yeboah había conocido a muchos turistas que se acercaban sin tregua a ver la maravilla que suponen los animales en libertad, animales que curiosamente en sus propios países habían ido eliminando de los bosques y montañas para poco a poco ir confinándolos en parques zoológicos.
Todo ese goteo incesante de viajeros había dejado huella en Yeboah. Excursiones organizadas, mochileros, biólogos, turistas millonarios, voluntarios de ong´s… eran muchos los extranjeros que se habían dejado caer por aquellas tierras. Siempre que había podido se había quedado acurrucado en alguna esquina escuchando a escondidas sus conversaciones sobre aquel misterioso mundo que significaba el continente europeo para él. Había escuchado maravillas sobre lujos que ni siquiera se atrevía a imaginar. “Yo no necesito esos lujos pero si ellos viven así, con que yo consiga una cuarta parte de lo que dicen podré alimentar a todos mis hermanos sin ningún problema”. Lo que no sospechaba Yeboah es que muchas de las cosas que oía eran mentiras con las que aquellos turistas intentaban impresionar a sus compañeros de viaje. Lo que tampoco imaginó el pequeño ghanés es que la inmensa mayoría de la gente que vivía en Europa no alcanzaba ni de lejos a vivir con aquellos lujos que escuchaba a diario en aquel modesto motel africano.
El caso es que esas conversaciones fueron estimulando su imaginación a lo largo de los años. Apenas tenía dinero para alimentarse pero fue consiguiendo ahorrar, no se sabe cómo, para poder pagarse el viaje hasta el norte de Marruecos. Los mil seiscientos euros que le costaba el trayecto en patera desde Marruecos hasta el sur de España era demasiado dinero que jamás conseguiría ahorrar. Tan solo podría darle doscientos o trescientos euros al patrón dejando adeudado el resto. Sabía que los contactos de los patrones en España serían muchos y que si no le pagaba el resto, tarde o temprano aparecería muerto cualquier mañana con toda seguridad. Pero esos no eran sus planes. En España, podría ahorrar ese dinero sin demasiado problema y quizá en sólo dos o tres años podría devolverlo. Estaba seguro.
Cuando cumplió los 23 años decidió que era el momento de emprender su gran aventura. Su madre fue la que más sufrió su decisión pero la esperanza de que a su hijo le fuera bien y del dinero que podría enviar para ella y para sus hermanos la tranquilizaba.
_ ¡Arriba! ¡vamos! ¡deprisa!
Yeboah despertó de sus pensamientos al escuchar estas palabras y recibir al tiempo un codazo de George, un chico congoleño que había conocido la noche anterior y que se encontraba tumbado a su lado entre los arbustos. George había huido del terrible conflicto que asolaba su país. Con todos sus familiares muertos a causa de la guerra, la única salida la encontró en huir hacia Europa en busca de una paz que jamás había conocido. La noche anterior al embarque Yeboah había estado charlando con él y con Demba, un senegalés que realizaba aquel viaje por segunda vez. La primera de ellas había sido descubierto, identificado y repatriado a su país. Eran muchos los ahorros y las esperanzas que había invertido en aquel viaje como para que volvieran a repatriarle. Era por eso que había quemado voluntariamente todos sus dedos. Sin huellas dactilares que le delataran – pensaba el joven senegalés - jamás le identificarían y si no podían identificarle, no podrían repatriarle a ningún lugar.
Uno de los patrones comenzó a hacer gestos rápidos con las manos indicándoles que corrieran hacia la playa y subieran a la barca lo más rápido posible.
En la oscuridad de aquella noche, alguien que estuviera a más de treinta metros de distancia probablemente no habría advertido aquella marea humana que recorría las arenas de aquella playa casi de puntillas. Sin nadie que les dijera adiós, sin abrazos de despedida, comenzaron a llegar hasta el mar donde les esperaba una enorme barcaza en cuyo interior un par de hombres les hacían gestos y les ayudaban a subir. Y así de este modo, poco a poco, fueron subiendo rodeados de un tenso silencio que parecía asfixiar el ambiente. Y así de este modo, poco a poco, África continuaba desangrándose.
Cuando tan solo cuarenta estaban dentro de la barca, uno de ellos gritó a uno de los patrones que parasen de subir, que aquello ya estaba lleno. Tan solo obtuvo como respuesta una carcajada que sonó demasiado fuerte. Los dos hombres se dieron cuenta de su error y colocándose el dedo índice en la boca pidieron silencio a los que estaban en el interior de la barca y continuaron ayudando a subir a los demás. Los que ya estaban dentro de la enorme patera se iban juntando cada vez más, unos encima de otros. Al principio, el sentirse tan unidos y recibir algo de calor humano fue incluso gratificante después del frio que habían pasado durante la espera pero en seguida esa sensación se tornaría en pesadilla. Ya sólo quedaban diez personas más por subir a la barca, Yeboah entre ellos, y parecía imposible que un solo alma más pudiera caber en su interior. Pero lo que hubiera parecido imposible a los ojos de cualquier persona, tan solo era un problema de colocación para los patrones que no tardaron en situar pies encima de cabezas, los niños no podían ocupar un espacio para ellos solos, su lugar estaba encima de los adultos. Hubo un conato de motín entre los que ya ocupaban su lugar en la barca, comenzaron a quejarse y a intentar impedir que subieran los que aún estaban abajo, con medio cuerpo en el agua y tiritando del frio. En cuanto los patrones sacaron sus pistolas y amenazaron con mandar al agua, cabeza abajo, a todo aquel que se quejara, todos en la barca se calmaron y aceptaron resignados que aquel no sería precisamente un viaje de placer.
La luna los vio alejarse de la costa impasible, como tantas otras veces había visto la misma escena. Se preguntó si estos llegarían a su destino, si aquel niño que esperaba a ver la luz desde las entrañas de Sarah algún día efectivamente la vería. El mar parecía calmado y tranquilo. Si todo iba bien, en varias horas podrían pisar por fin aquel continente con el que tanto habían soñado. La barca que les había parecido enorme a todos cuando la vieron aparecer en la playa, ahora se mostraba minúscula, insignificante, un pequeño puntito a merced de aquel mar. Un mar que caprichoso jugaba con sus destinos sin inmutarse.
Yeboah estaba tumbado en una de las esquinas de la patera. Con varias piernas que le oprimían el pecho y  la cintura, apenas podía moverse. No pudo levantarse para poder asomarse y echar un último vistazo a su querida África. Acababa de partir y ya la echaba de menos. Su mente se centraba ahora en conseguir algo de dinero en España y poder volver lo más pronto posible a su tierra, con su gente.
Había estado demasiado tiempo en el agua esperando subir a la barca y el frio había tenido tiempo de sobra para adueñarse de sus huesos. Sus músculos entumecidos poco a poco comenzaron a hacerse notar de nuevo, aunque sus ropas aún estaban mojadas y probablemente tardarían en secarse.
Una solitaria ola hizo tambalearse sensiblemente la embarcación y Yeboah, por primera vez desde que emprendiera el viaje, sintió miedo de no llegar a su destino. Había escuchado historias terribles de mares enfurecidos. El intermediario con el que había contratado el viaje en patera le había dicho que no tenía por qué preocuparse, que aquel mar siempre estaba en calma. Y de hecho, así era ahora pero no acaba de fiarse del todo. No sabía nadar y si por accidente caía al agua, no podría mantenerse a flote. Empezó a imaginarse cómo caía al mar mientras la barca se alejaba y no volvían a por él. La respiración empezó a acelerarse. El rostro de su madre le vino a la mente. Comenzó a agobiarse y un pequeño ataque de ansiedad se apoderó de él. Nadie se percató de su angustia, probablemente porque los demás estuvieran también pasando por un trance parecido. Sentía como el agua se iba apoderando de su cuerpo mientras la barca seguía su rumbo impasible. Su respiración comenzó a acelerarse, sus ojos bailaban nerviosos buscando algo o alguien que le tranquilizara, pero no había nada ni nadie que le pudiera ayudar en aquel momento. Cerró los ojos e intentó imaginarse a sí mismo en unos años regresando a Larabanga, con mujer e hijos y el suficiente dinero para alimentarles y darles la educación que él jamás pudo tener. Poco a poco se fue relajando y su respiración fue alcanzando el ritmo habitual, pero el miedo no se desprendió de su cuerpo, quizá no lo hiciera ya hasta que sus pies consiguieran tocar tierra firme, si es que lo conseguían.
No podía moverse, intentó dormirse pero era imposible con aquel frio, en aquella postura, con el estómago rugiendo y sobre todo con el miedo que le impedía pensar con claridad. Nunca antes había tenido esa sensación.
Tan solo podía mirar al cielo y observar aquella luna que, aunque él no lo sabía, también les observaba con tristeza.