CAPITULO 2


La temperatura había bajado algo más de lo habitual. La brisa del mar entraba helada hacia el interior y el calor del día había dejado paso al frio de la noche. La playa estaba desierta, el aire silbaba con sutileza, de un modo casi imperceptible. Los arbustos que se arremolinaban casi hasta el mar se movían ligeramente al ritmo del viento que les azotaba, eran casi setenta los rostros que esperaban escondidos entre sus ramas.
Tres personas inspeccionaban la playa y los alrededores. Todo debía salir bien, todo debía estar dispuesto para poder embarcar y alejarse de la costa sin encontrarse con la desagradable sorpresa de un barco de las patrullas costeras.
El pueblo más cercano se hallaba a varios kilómetros y hasta aquella playa no había llegado aún el turismo ni los hoteles y urbanizaciones que suele por desgracia conllevar. La ausencia de toda edificación humana en los alrededores le confería un aspecto aún más salvaje, más idílico. La rodeaban por algunos lados altas paredes rocosas, pequeños acantilados que custodiaban a su antojo sus arenas. Entre los huecos que dejaban abiertos, la arena se mezclaba con arbustos y piedras, fundiéndose la playa con la tierra firme del interior.
Los casi setenta pasajeros que estaban a punto de iniciar el crucero más emocionante de sus vidas estaban muy asustados. Algunos agachados en cuclillas y otros tumbados sobre la tierra aguardaban la señal que les indicara que podían levantarse y correr en silencio hacia aquel barco que les transportaría al paraíso con el que soñaban desde hacía años. Tumbada también sobre la arena y rezando en voz muy baja, apenas perceptible, se encontraba Sarah, una chica joven de Togo que acababa de quedarse embarazada hacia tan solo cuatro meses. No tenía más dinero, ni para permanecer en Marruecos y esperar a dar a luz y que el niño creciera, ni para volver a su casa junto a su familia, aquel viaje y la esperanza de encontrar a su hermana al otro lado del mar eran su única opción. Otras mujeres esperaban impacientes junto a sus hijos que en la mayoría de los casos no contaban ni con dos años de edad. Casi todos los demás eran chicos jóvenes, de poco más de veinte años, que habían arriesgado lo poco que tenían con la convicción de que en Europa encontrarían un trabajo con el que poder mantenerse ellos mismos y a sus familias. Yeboah era uno de ellos.
La luna les observaba desde lo alto, curiosa y sin comprender lo que estaba sucediendo. Muchas noches observaba escenas similares en las costas de Marruecos, Mauritania o Senegal, pero seguía sin comprender que es lo que ocurría. Desde su privilegiada posición en las alturas, podía observar como cientos, miles de personas subían a aquellas barcas inmensas, como se hacinaban en su interior y se introducían en las aguas hambrientas que tantas veces los devoraban. Observaba, año tras año, como muchas de aquellas barcas desaparecían en mitad de la noche, o como algunas otras llegaban a su destino, cargadas de esqueletos vivientes o incluso cadáveres en algunas ocasiones. No comprendía.
En aquellos tensos momentos, Yeboah sólo podía pensar en su madre. Rezaba suplicando que algún día pudiera volver a verla y que las penurias del pasado se olvidaran con las riquezas que encontraría en España.
Había vivido siempre en Larabanga, un pequeño pueblo del norte de Ghana, junto a sus hermanos y sus progenitores. Su padre murió cuando Yeboah sólo tenía diez años a causa de los efectos que el sida y la malaria habían causado en su ya debilitado organismo. Yeboah era el segundo de siete hermanos y ya desde pequeño le tocó trabajar duro para sacar adelante a su familia. Su madre había tenido un problema de niña al romperse una pierna que no pudieron tratar adecuadamente lo que le causó una cojera crónica y la imposibilidad de realizar determinados trabajos físicos. Aún así, todos los días recorría grandes distancias para ir al pozo comunitario a por agua, cocinaba para sus hijos y se encargaba de todo lo que su pierna le permitía.
Yeboah y su hermano mayor, Fred, pronto empezaron a trabajar en un motel cercano al pueblo. Larabanga estaba situada a la entrada del parque nacional del Mole, el lugar más turístico del país. En él se realizaban safaris diarios para ver elefantes, antílopes, cocodrilos, monos… en el parque también vivían leones y leopardos pero no se dejaban ver fácilmente. Yeboah y Fred habían trabajado allí desde que muriera su padre gracias a la amistad que les unía con el gerente del motel. Lo cierto es que habían sido afortunados porque pocos niños conseguían un trabajo remunerado como aquel. Se encargaban un poco de limpieza, recados, fregar platos, etc. y gracias a ello podían colaborar en la manutención de su familia.
A lo largo de los años, Yeboah había conocido a muchos turistas que se acercaban sin tregua a ver la maravilla que suponen los animales en libertad, animales que curiosamente en sus propios países habían ido eliminando de los bosques y montañas para poco a poco ir confinándolos en parques zoológicos.
Todo ese goteo incesante de viajeros había dejado huella en Yeboah. Excursiones organizadas, mochileros, biólogos, turistas millonarios, voluntarios de ong´s… eran muchos los extranjeros que se habían dejado caer por aquellas tierras. Siempre que había podido se había quedado acurrucado en alguna esquina escuchando a escondidas sus conversaciones sobre aquel misterioso mundo que significaba el continente europeo para él. Había escuchado maravillas sobre lujos que ni siquiera se atrevía a imaginar. “Yo no necesito esos lujos pero si ellos viven así, con que yo consiga una cuarta parte de lo que dicen podré alimentar a todos mis hermanos sin ningún problema”. Lo que no sospechaba Yeboah es que muchas de las cosas que oía eran mentiras con las que aquellos turistas intentaban impresionar a sus compañeros de viaje. Lo que tampoco imaginó el pequeño ghanés es que la inmensa mayoría de la gente que vivía en Europa no alcanzaba ni de lejos a vivir con aquellos lujos que escuchaba a diario en aquel modesto motel africano.
El caso es que esas conversaciones fueron estimulando su imaginación a lo largo de los años. Apenas tenía dinero para alimentarse pero fue consiguiendo ahorrar, no se sabe cómo, para poder pagarse el viaje hasta el norte de Marruecos. Los mil seiscientos euros que le costaba el trayecto en patera desde Marruecos hasta el sur de España era demasiado dinero que jamás conseguiría ahorrar. Tan solo podría darle doscientos o trescientos euros al patrón dejando adeudado el resto. Sabía que los contactos de los patrones en España serían muchos y que si no le pagaba el resto, tarde o temprano aparecería muerto cualquier mañana con toda seguridad. Pero esos no eran sus planes. En España, podría ahorrar ese dinero sin demasiado problema y quizá en sólo dos o tres años podría devolverlo. Estaba seguro.
Cuando cumplió los 23 años decidió que era el momento de emprender su gran aventura. Su madre fue la que más sufrió su decisión pero la esperanza de que a su hijo le fuera bien y del dinero que podría enviar para ella y para sus hermanos la tranquilizaba.
_ ¡Arriba! ¡vamos! ¡deprisa!
Yeboah despertó de sus pensamientos al escuchar estas palabras y recibir al tiempo un codazo de George, un chico congoleño que había conocido la noche anterior y que se encontraba tumbado a su lado entre los arbustos. George había huido del terrible conflicto que asolaba su país. Con todos sus familiares muertos a causa de la guerra, la única salida la encontró en huir hacia Europa en busca de una paz que jamás había conocido. La noche anterior al embarque Yeboah había estado charlando con él y con Demba, un senegalés que realizaba aquel viaje por segunda vez. La primera de ellas había sido descubierto, identificado y repatriado a su país. Eran muchos los ahorros y las esperanzas que había invertido en aquel viaje como para que volvieran a repatriarle. Era por eso que había quemado voluntariamente todos sus dedos. Sin huellas dactilares que le delataran – pensaba el joven senegalés - jamás le identificarían y si no podían identificarle, no podrían repatriarle a ningún lugar.
Uno de los patrones comenzó a hacer gestos rápidos con las manos indicándoles que corrieran hacia la playa y subieran a la barca lo más rápido posible.
En la oscuridad de aquella noche, alguien que estuviera a más de treinta metros de distancia probablemente no habría advertido aquella marea humana que recorría las arenas de aquella playa casi de puntillas. Sin nadie que les dijera adiós, sin abrazos de despedida, comenzaron a llegar hasta el mar donde les esperaba una enorme barcaza en cuyo interior un par de hombres les hacían gestos y les ayudaban a subir. Y así de este modo, poco a poco, fueron subiendo rodeados de un tenso silencio que parecía asfixiar el ambiente. Y así de este modo, poco a poco, África continuaba desangrándose.
Cuando tan solo cuarenta estaban dentro de la barca, uno de ellos gritó a uno de los patrones que parasen de subir, que aquello ya estaba lleno. Tan solo obtuvo como respuesta una carcajada que sonó demasiado fuerte. Los dos hombres se dieron cuenta de su error y colocándose el dedo índice en la boca pidieron silencio a los que estaban en el interior de la barca y continuaron ayudando a subir a los demás. Los que ya estaban dentro de la enorme patera se iban juntando cada vez más, unos encima de otros. Al principio, el sentirse tan unidos y recibir algo de calor humano fue incluso gratificante después del frio que habían pasado durante la espera pero en seguida esa sensación se tornaría en pesadilla. Ya sólo quedaban diez personas más por subir a la barca, Yeboah entre ellos, y parecía imposible que un solo alma más pudiera caber en su interior. Pero lo que hubiera parecido imposible a los ojos de cualquier persona, tan solo era un problema de colocación para los patrones que no tardaron en situar pies encima de cabezas, los niños no podían ocupar un espacio para ellos solos, su lugar estaba encima de los adultos. Hubo un conato de motín entre los que ya ocupaban su lugar en la barca, comenzaron a quejarse y a intentar impedir que subieran los que aún estaban abajo, con medio cuerpo en el agua y tiritando del frio. En cuanto los patrones sacaron sus pistolas y amenazaron con mandar al agua, cabeza abajo, a todo aquel que se quejara, todos en la barca se calmaron y aceptaron resignados que aquel no sería precisamente un viaje de placer.
La luna los vio alejarse de la costa impasible, como tantas otras veces había visto la misma escena. Se preguntó si estos llegarían a su destino, si aquel niño que esperaba a ver la luz desde las entrañas de Sarah algún día efectivamente la vería. El mar parecía calmado y tranquilo. Si todo iba bien, en varias horas podrían pisar por fin aquel continente con el que tanto habían soñado. La barca que les había parecido enorme a todos cuando la vieron aparecer en la playa, ahora se mostraba minúscula, insignificante, un pequeño puntito a merced de aquel mar. Un mar que caprichoso jugaba con sus destinos sin inmutarse.
Yeboah estaba tumbado en una de las esquinas de la patera. Con varias piernas que le oprimían el pecho y  la cintura, apenas podía moverse. No pudo levantarse para poder asomarse y echar un último vistazo a su querida África. Acababa de partir y ya la echaba de menos. Su mente se centraba ahora en conseguir algo de dinero en España y poder volver lo más pronto posible a su tierra, con su gente.
Había estado demasiado tiempo en el agua esperando subir a la barca y el frio había tenido tiempo de sobra para adueñarse de sus huesos. Sus músculos entumecidos poco a poco comenzaron a hacerse notar de nuevo, aunque sus ropas aún estaban mojadas y probablemente tardarían en secarse.
Una solitaria ola hizo tambalearse sensiblemente la embarcación y Yeboah, por primera vez desde que emprendiera el viaje, sintió miedo de no llegar a su destino. Había escuchado historias terribles de mares enfurecidos. El intermediario con el que había contratado el viaje en patera le había dicho que no tenía por qué preocuparse, que aquel mar siempre estaba en calma. Y de hecho, así era ahora pero no acaba de fiarse del todo. No sabía nadar y si por accidente caía al agua, no podría mantenerse a flote. Empezó a imaginarse cómo caía al mar mientras la barca se alejaba y no volvían a por él. La respiración empezó a acelerarse. El rostro de su madre le vino a la mente. Comenzó a agobiarse y un pequeño ataque de ansiedad se apoderó de él. Nadie se percató de su angustia, probablemente porque los demás estuvieran también pasando por un trance parecido. Sentía como el agua se iba apoderando de su cuerpo mientras la barca seguía su rumbo impasible. Su respiración comenzó a acelerarse, sus ojos bailaban nerviosos buscando algo o alguien que le tranquilizara, pero no había nada ni nadie que le pudiera ayudar en aquel momento. Cerró los ojos e intentó imaginarse a sí mismo en unos años regresando a Larabanga, con mujer e hijos y el suficiente dinero para alimentarles y darles la educación que él jamás pudo tener. Poco a poco se fue relajando y su respiración fue alcanzando el ritmo habitual, pero el miedo no se desprendió de su cuerpo, quizá no lo hiciera ya hasta que sus pies consiguieran tocar tierra firme, si es que lo conseguían.
No podía moverse, intentó dormirse pero era imposible con aquel frio, en aquella postura, con el estómago rugiendo y sobre todo con el miedo que le impedía pensar con claridad. Nunca antes había tenido esa sensación.
Tan solo podía mirar al cielo y observar aquella luna que, aunque él no lo sabía, también les observaba con tristeza.

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